viernes, 14 de noviembre de 2008

Sus ojos

Siempre fue una mujer bella, pero en sus últimos días de vida parecía como si Dios la hubiera dado aún más esplendor como consolación por apartarla de mi tan pronto. Recuerdo sus ojos negros mirándome. Era incapaz de distinguir entre sus pupilas y su iris. Me atraían, me hipnotizaban. En ocasiones, si los miraba fijamente durante mucho tiempo, parecía como si me intentasen decir algo farfullando un lenguaje divino y superior que solamente ellos o el Señor podían entender.

Su cuerpo había adelgazado mucho por la enfermedad, pero lejos de parecer raquítico o famélico, se veía más bello y atractivo que nunca. Las líneas de su silueta, en vez de redondas, amorfas y gruesas se mostraban rectas, angulosas, perfectas.

Su piel poseía en esa época la candidez de la luz de la luna; era sobrenatural, la de un ángel extraviado en un mundo de mortales.

Soy consciente de que nuestro matrimonio no fue ideal. Discutíamos mucho pero siempre por mi culpa. Era demasiado celoso y eso la irritaba. No era capaz de comprender el hecho de que una mujer me llegara a querer siendo yo tan gordo y feo. Pero así era. Quizás mis antiguos amigos tenían celos de ella. No paraban de decirme que no era digna de mí, que ella era egoísta y que no me amaba. Incluso llegaron a insinuarme que lo que realmente le resultaba atractivo de mí era mi posición económica. ¡Malditos!, ellos son los culpables de mis celos y de nuestra desdicha.

Ojalá la vieran así, moribunda, triste, tanto que ni la podía arrancar una sonrisa con mis regalos.

Anoche, de madrugada, su alma abandonó su cuerpo, y yo, como vine haciendo durante los últimos seis meses, la estaba estrechando la mano mientras miraba sus ojos negros, sinceros, tristes, perdidos. Fue entonces cuando de súbito leí sus pensamientos: ella iba a morir. Me miró con ojos de reproche. En ese momento lo entendí todo y la dije: “no te preocupes mi vida, me iré contigo ahora mismo”.

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