lunes, 17 de noviembre de 2008

Cuento a la carta

El pasado día 25(jeje), Irene cumplió 25(jejeje) años. Uno de los regalos que le hice, fue un cuento a la carta. Le mandé vía mail el siguiente cuestionario que debía devolverme cumplimentado para saber como quería su relato:
v Tu cuento será de:
Ø Amor
Ø Amistad
Ø Guerra
Ø Acción

v Terminará:
Ø Bien
Ø Mal
Ø Ni lo uno, ni lo otro

v Aparecerán los siguientes animales:
Ø Ornitorrinco
Ø Suricato
Ø Percebe
Ø Dinosaurio

v Tendrá:
Ø Moraleja
Ø Giro inesperado
Ø Cameos
v La banda sonora original será:
Ø Romántica
Ø Melancólica
Ø Épica
Ø Moderna
Ø Ochentena
Ø Sotillana

v El ritmo será
Ø Rápido
Ø Lento
Ø De videoclip


He dejadas subrayadas sus respuestas y, a continuación está su cuento:

El suricato se había levantado con cara de sueño: la noche anterior se había ido muy tarde porque había estado de fiesta en el Sabana Club. Tenía una resaca de mil demonios, por lo que desayunó un café de escarabajo bien cargado. A continuación, como todos los días, se fue a cazar alguna serpiente. Salió de su madriguera y llamó por el móvil a su mejor amigo, Timón, para ver cómo había acabado él la noche. Estaba preocupado ya que éste había caído en una depresión desde que no le dejaron casarse con Pumba, su novio de toda la vida; y es que en la selva, la zoofilia no estaba mal vista, pero lo que es la homosexualidad…
No tardó en encontrar su almuerzo de escamas tomando el sol sobre una piedra. Luar (que así se llamaba nuestro suricato), se preparó para un ataque por sorpresa cuando, súbitamente, hubo un fundido en negro muy cinematográfico.
Recobró levemente el sentido para ver que estaba en algún tipo de jaula en movimiento, pero le dolía tanto la cabeza que volvió a quedarse inconsciente.
Cuando abrió definitivamente los ojos vio a Ramoncín. De cerca es aún más feo, pensó Luar. “Mira quién se ha despertado”, dijo el rey del pollo frito, “pero si es el regalo de cumpleaños de mi sobrino favorito”. A su lado estaba un chico de mirada sotillana que contestó: “Tío, yo no quiero una mascota africana, lo que quiero es aprobar sintaxis histórica. Te lo agradezco pero creo que se lo voy a dar a mi amiga Irene, que tiene más mano que yo, no obstante me lo llevaré un par de días de fiesta por el pueblo para ver si ligo…”
Durante esos dos días, Luar redescubrió mitos musicales como litros de alcohol, los mejores temas de los Caños, de Pignoise, Medina Azahara y bastante bacalao del de pueblo. Su dieta consistió en pan de todo tipo, pero esa es otra historia…

Su nueva dueña olía a nenuco: a Luar le pareció muy curioso que a algunos humanos les guste tener el olor de sus crías. Lo segundo que le llamó la atención fue la otra mascota de Irene, una cobaya algo tímida…
—Hola, ¿cómo te llamas?— preguntó el suricato.
—(…)— respondió su acompañante.
—Veo que eres parca en palabras, ¿te ha comido la lengua el gato?
—Perdona, —contestó ésta al fin— es que aún no me han puesto nombre.
—Vaya, ¿y eso te crea algún tipo de crisis de identidad?—dijo Luar.
—Pues la verdad es que sí, hay veces que no sé muy bien si existo o no.
—No te preocupes, que estoy seguro de que sí existes. De hecho, para que no te vuelva a pasar, te voy a poner nombre. A ver, pensemos… ¡ya sé! —dijo extasiado— ¡Te llamaré Felpudo con Patas!
—¿No es un poco largo?
—No
Mientras, fuera de sus jaulas, pasaba una bola hecha de matojos movida por el viento.
—Bueno, está bien, tú puedes llamarme así, ¿pero cómo lograremos que Irene lo haga de ese modo? —Preguntó ella.
—Eso déjamelo a mí…

Esa tarde, Irene tuvo visita: un chaval muy bien parecido, buenos gustos musicales y unas gafas de sol de vakala. El plan de Luar (que había escuchado hablar al sobrino de Ramoncín de ese chico llamado Nacho de agudo ingenio e ingente cultura cinematográfica) estaba a punto de cumplirse. “Debes tumbarte en todas las puertas por donde pase Nacho con la patas extendidas” le había ordenado Luar a la cobaya. Fue llamativo como en la entrada de la casa, se pudo escuchar la siguiente conversación:
—¡Irene, mira! Si estuviera Raúl diría: ¡¡Llámale Felpudo con Patas!!
—No sé… —contestó ella— ¿Por qué no le llamamos mejor Felpudito?

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