Vi carne y sangre,
los pedazos de vida que ya no eran.
Como un demonio,
una explosión derritió vísceras y entrañas.
El bebé ya no llora
porque una estampida de pánico reventó su cabeza.
Y hoy, más que nunca,
me siento superviviente,
de la explosión, de mí mismo y de los demás,
de no haber sido inmolado,
de no haber sido el bebé
y de de no pisarlo.
Después volví a buscar a Dios.
Lo hacía en las aceras,
en los parques, en las caras,
en los huesos, en las vías,
en la carne, en la vida,
en la muerte y en la lluvia.
En el consuelo y en el alma,
en el tren y en los niños,
en el bebé y en la nada.
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